08 agosto 2005

Luz

De entre las infinitas escalas que los compositores han trazado sobre el pentagrama a lo largo de la historia de la música, pocas desempeñan un cometido de la trascendencia de ésta:


Es la escala que nos conduce al Paraíso. Aparece en los compases iniciales del "In Paradisum" con el que concluye el Requiem de Maurice Duruflé y suena con el timbre de cristal del arpa. Es un momento de un misterio y de una belleza extraordinaria: el ascenso pausado por cada una de las notas que son los últimos peldaños hacia una morada inmaterial en la que somos recibidos por un coro de ángeles.

El Requiem de Duruflé (1947) es una experiencia imprescindible. Abres la edición Durand y te encuentras con una nota que dice: "a la memoria de mi padre". Hay notas que hay que tener en cuenta, que ponen el acento, el tono y el aliento; hay notas que dan la nota. Después te encuentras con una composición extraordinaria, un requiem que, como el de Fauré, es un requiem blanco, consolador: no es un requiem para los que se van, sino para los que se quedan. Por eso prescinde de las llamas amenazadoras del Dies Irae y, a cambio, nos conduce por la senda que termina en la escala de cristal que lleva al Paraíso reconfortante.

El de Duruflé pertenece a la larga serie de Requiems basados en las melodías gregorianas de la Misa de Difuntos. La composición gira alrededor de estas melodías milenarias, presentadas a la luz contemporánea y personal del autor. Es una tarea de orfebre, como hizo Bach con los Corales al engarzarlos en su propia música, y pocas veces se sale realmente airoso porque no vale emplear únicamente la paciente y hábil artesanía del oficio: se requiere ser poeta. Hay otros requiems modernos que glosan las melodías gregorianas de manera extraordinaria (mención especial al maravilloso requiem del Padre Donostia, de fecha similar al que ahora nos ocupa). Ambos, el de Duruflé y el del capuchino, parten de un conocimiento profundo del universo gregoriano y no traicionan su métrica ni adulteran los sutiles matices de su discurrir melódico al someterlos a la mecánica de los compases modernos. Luego cada uno sigue sendas diversas.

La grandeza del Requiem de Duruflé está en su hondo calado poético y en su manera genial de envolver las melodías primitivas con una armonía lunar de halo impresionista. Valorar en su justa medida la asombrosa luz que arroja Duruflé sobre estas melodías ancestrales y el efecto emocional que produce en el oyente requiere en primer lugar la escucha de la desnudez gregoriana original e inmediatamente contemplarla a la luz del poeta francés. Merece la pena intentar la experiencia:

Introito gregoriano (fragmento) en mp3. (452k)
La misma melodía tratada por Duruflé. (1 MB)

La larga vocalización por parte de las voces femeninas que surge por primera vez hacia los 15 segundos mientras las voces masculinas entonan el canto gregoriano no es una ornamentación accesoria, sino un elemento clave en la composición: es la luz. La imagen musical de una luz sobrenatural y consoladora (el canto dice: "Concédeles, Señor, el descanso eterno, y que la luz perpetua los ilumine"). Esta luz invade toda la composición proyectándose en largas notas tenidas que surcan el espacio sonoro, siempre a cargo de las voces blancas o de la cuerda, con una intervención especialmente sobrecogedora en el Lux aeterna cuando músicos y oyentes contienen el aliento y surge de las alturas una delicada, aguda y prolongada nota de violín.

Si se decide adentrarse en la experiencia de este Requiem, quizá convendría detenerse un instante a leer entre líneas: ser conscientes, por ejemplo, de que conforme avanza la composición la textura musical se aligera progresivamente de forma casi imperceptible para el oyente. Lo mismo pasa con la instrumentación, al mismo tiempo que las voces agudas adquieren mayor relevancia. Todo ello está encaminado a perder lastre, a conseguir realizar un simbólico movimiento ascensional hasta alcanzar la escala de cristal que nos conduce al Paraíso. Y una vez allí, sentir cómo las tensiones armónicas de esta pieza final se resuelven en el interior del acorde final, logrando un conmovedor efecto de disolución de los tonos en la luz eterna en la que se adentra esta obra maestra e irrepetible.


3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Hacía ya tiempo que no volvía a escuchar este Requiem, así que he vuelto a coger la grabación.

Emejota, a mí me llega más la paz que transmite el canto llano de las voces graves que la luz de las agudas. Cuestión de percepción. Eso sí, no parece un Requiem al uso. No hay ninguna ampulosidad en él. Tienes razón, como si fuera el consuelo para los vivos más que el homenaje a los muertos. Parece ser que se basó en la estructura del de Fauré, según leí en la carpetilla del CD. Por cierto, muy bien explicado el uso de la escala del arpa: realmente da esa impresión, la de estar a las puertas del Paraíso.

Ah, en el CD, este Requiem está acoplado con otra obra: el Gloria de Poulenc. ¡Hasta en las obras religiosas transmite alegría este tipo!

5:27 p. m.  
Blogger emejota said...

Te recomiendo la interpretación que hace M. Corboz para el sello Erato. Fantástica. Los 4 motetes que acompañan al Requiem -preciosas obras maestras de escritura coral también sobre motivos gregorianos- brillan menos sin embargo.

2:35 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

Fascinante entrada. Yo me he comprado en amazon.com la versión de 1947 del Orfeón Donostiarra, y es impresionante.

8:48 p. m.  

Publicar un comentario

<< Home