31 diciembre 2005

Carta

No, no me ha sorprendido encontrarme contigo. Tú, que me conociste bien, sabes que no miento si te digo que, de alguna forma, he sabido esta mañana que tenía que pasar cuando al salir de una tienda y pararme ante el semáforo, he sentido una inquietud extraña, un vacío en el pecho y he pensado en tí. Por eso esta tarde, cuando he levantado la cabeza y te he visto a pocos metros viniendo con alguien en dirección contraria a la mía, no me ha sorprendido. Quién lo iba a decir, ¿verdad? Hace un par de años, la mera posibilidad de encontrarme contigo, aunque fuera de lejos, me hubiera causado espanto y habría huído despavorido. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya?

No, no me ha sorprendido verte pero no te negaré que ha sido toda una conmoción. Sobre todo el abrazo, del todo inesperado, tanto que no he podido saber si me confortaba o me escocía. La caprichosa casualidad ha querido que tuviéramos que compartir unos metros que a lo mejor se nos han hecho interminables o a lo mejor nos han sabido a poco. Como era de esperar, no has dejado de hablar de manera despreocupada, como si nada hubiera ocurrido. Las situaciones incómodas siempre te han hecho actuar así pero el tono te delata. Yo he respondido apenas con monosílabos porque ayer toqué a Ravel y Ravel, recuérdalo, me deja un tiempo sin saber qué decir. Sin embargo, he escuchado atentamente todo lo que me contabas, lo que ha sido de tí en este tiempo; te he escuchado con sumo interés a pesar de que todo eso yo ya lo conocía: lo dicho y lo que no has dicho, por falta de tiempo o porque ya pasó el tiempo de decir según qué cosas. Contradictorio en alguien que no quiso volver a saber, lo sé. Soy un caso, cosa que ya sabes de sobra.

Lo que no conocía es lo que contaban tus ojos. Siempre has hablado mejor con los ojos o, por lo menos, cuando el discurso de las palabras no concordaba con el de los ojos, aprendí (me costó) que había que hacer caso a estos últimos. En tus ojos, esta tarde, he visto que ya has conocido el dolor. No sé dónde ni cuándo, ni cuánto te ha afectado, pero ha ocurrido seguro. Has cambiado. Yo también. Me pregunto qué habrás visto tú en mis ojos, qué habrás sentido al verme, qué te ha hecho aceptar un segundo abrazo, esta vez mío. Tú eres la única persona que ha sacado de mí lo mejor y lo peor. Siempre te agradeceré lo primero, me costará perdonarme lo segundo aunque algo es algo: hubo un tiempo en que te estuve muy agradecido por haber sacado de mí lo peor y hacer los ensayos contigo.

Cuando te has ido me he sentido muy confuso y todavía tengo un nudo en el estómago que ha ido ascendiendo por el pecho y que saldrá en forma de berrinche o de llanto, llanto que ya conoces, como yo conocí el tuyo. La primera vez que me viste llorar fue porque llorabas. No pude soportarlo. Hay veces que llorar es bueno pero para hacerlo hay que encontrar el motivo. ¿Cuál fue el motivo de aquel llanto tuyo? Desde hace un rato tengo el llanto en la garganta pero todavía no sé qué hay que llorar: si el encuentro, el recuerdo o la despedida. Porque lo de hoy ha sido algo que teníamos pendiente: decirnos adios como Dios manda; hacerlo con una sonrisa, con buenas palabras, con el tono dulce y un tercer abrazo.

En el recuerdo de los buenos tiempos, te busco, te encuentro, y te deseo lo mejor.


1 Comments:

Blogger Magda Díaz Morales said...

Hace muchos años, era yo adolescente, conocí un chico unos 10 años mayor que yo. Recuerdo que fuimos novios tres días, a escondidas porque mis papás no me permitian novio a los 14 años. Fueron tres dias de novios porque nos cambiamos de ciudad. Él fue a verme a la ciudad adonde vivía, eso lo supe 20 años después... Un día, después de 20 años, sonó mi teléfono, era él. Nos citamos, nos vimos, platicamos largo rato y nos despedimos para siempre. Tenía que existir un adios, así, como el tuyo. Había que cerrar un ciclo...

El amor, en sus diversas épocas o manifestaciones, hace nudos en el estómago, sí.

7:49 a. m.  

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