14 junio 2007

Cicatriz

El guardia de seguridad flanquea la entrada del Centro Comercial, un ecosistema perfectamente organizado mediante el trazado de pasillos paralelos y amplias avenidas que recorren una vasta extensión donde tiene cabida la formación de microclimas como el de la región ártica de la sección de congelados o el del Paso del Estrecho de los yogures y las natillas, algo más benigno porque es desnatado. Al otro lado de la frontera se avista una enorme palmera estática bajo un cielo de vidrio a cuya sombra los niños cabalgan a lomos de caballitos eléctricos y los mayores toman refrescos.

En el interior del recinto, las estanterías de chocolates negros, blancos, con leche, almendras, avellanas o menta es siempre un sabroso punto de referencia para saber qué camino tomar para alcanzar la sección de bricolage o papelería. Aún así, a veces uno corre el riesgo de desorientarse porque donde un día residió la sección de informática ahora hay tablas de planchar. Eso mismo me pasó la otra tarde hasta que descubrí que la sección de informática había decidido trasladarse a vivir con la de música y cine, es de suponer que compartiendo gastos de alquiler.

La sección de informática presenta, de momento, un orden impecable, como corresponde a alguien que acaba de deshacer el equipaje y ha procedido a colocar cada cosa en su sitio. Había dejado el mostrador de portátiles y atravesaba el pasillo de los accesorios, con sus bolsitas de plástico conteniendo cables de impresora, conectores USB, otros cables terminados en blanco y rojo, que son los colores del equipo de sonido, cuando, al levantar la vista, me encontré frente a frente con el padre de Malvás. El padre literario, claro, que el verdadero murió. También en el cuento el padre del joven Malvás está muerto como también es verdad que dentro y fuera de él el joven Malvás responde a un mismo nombre si le llamas.

El padre de Malvás se encontraba frente a mí justamente al otro lado del pasillo examinando las especificaciones de la caja de un equipo multifunción con gesto concentrado y algo escéptico, probablemente porque los dos dígitos que marcaban el precio parecían insuficientes para albergar todas las cosas que la caja aseguraba tener en su interior. Me retiré instintivamente a un lado al mismo tiempo que me daba cuenta de lo absurdo de ese movimiento porque no nos conocemos a pesar de que compartimos algo en común y al retirarme, mi campo de visión quedó ocupado por unos cartuchos de tinta para impresora HP, blanco y negro y color, bautizados respectivamente como 336 y 348, de oferta. Mientras miraba esos cartuchos (cómo saber si no que estaban en oferta, y que eran blanco y negro y color, códigos 336 y 342, HP, siglas que en informática de ningún modo sugieren la abreviatura de un insulto feo), empecé a pensar.

Dudé, a la vez que echaba alguna que otra ojeada al otro lado del expositor donde el padre literario del joven Malvás giraba la caja del equipo multifunción en busca de algo, a saber qué páginas saldrán de ese equipo multifunción si finalmente se decide, dudé, como digo, si abordarle educadamente, sacarle el tema, el joven Malvás, sí, ese personaje que salió de las páginas del cuento llevándose el carnet de identidad en el bolsillo para transitar primero las calles andando o en moto y luego los 24 fotogramas por segundo de un cortometraje en otra piel para, finalmente, pasar a ocupar otras líneas, como las de este post y lo que venga, porque está viniendo, eso se sabe; le preguntaría cómo surgió, cuándo, de dónde vino, si apareció de repente o llevaba rato esperando en el margen de un cuaderno de notas, si al deletrearlo en el papel el autor tenía un rostro en el pensamiento, porque el joven Malvás existe, sí, a veces pienso que lo supe y lo ví antes de leerlo en el cuento.

También le preguntaría por qué tuvo que morir el padre, en qué circunstancias (aunque no quede fino preguntarlo) y si quedó una cicatriz profunda, más que nada por si las casualidades siguen haciendo de las suyas. Le preguntaría, en fin, qué le depara a la vuelta de página, pero la caja del equipo multifunción volvía a ocupar su lugar en el expositor, solitaria, y de tanto pensar al final no pregunté nada.

Fuera del cuento, el joven Malvás perdió a su padre a la misma edad a la que yo perdí al mío. Ambos compartimos una cicatriz que es un marcapáginas en un capítulo de nuestra infancia y a veces me pregunto si todo pudo empezar así, reconociendo.


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1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Te debo a malvás en DVD. cuando quieras

5:31 p. m.  

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