09 junio 2007

Ravel

Ravel/EchenozGeorge Gershwin le pidió a Ravel que le diera clases de composición y Ravel dijo que ni hablar y seguido le preguntó "¿para qué quiere ser un Ravel de segunda siendo un Gershwin de primera?". No sabemos si Gershwin se quedó pensativo pero lo que es muy probable es que Ravel encendiera uno de sus habituales cigarrillos Gauloises esperando que el americano comprendiera que sería un disparate influir en su naturalidad melódica. Antes de eso, Ravel había cruzado el charco, de Francia a Estados Unidos, en un trasatlántico de lujo y una noche el capitán le pidió que tocara algo al piano y lo que sonó fue su Preludio, qué preludio, pues el Preludio, preludio sin más (y nada menos), un misterio insondable de apenas 30 compases que contienen las notas justas y donde se comprende que Ravel no podría enseñarse a sí mismo como tampoco se enseñaba a sí mismo por dentro, aunque por fuera se mostrara siempre impecable, con sus trajes a medida, sus tirantes a juego con sus camisas, los gemelos, los guantes, todo ese atuendo que era la piel de un cuerpo diminuto en estatura y complexión.

Jean Echenoz ha escrito sobre los últimos 10 años de Maurice Ravel y lo ha hecho de una manera que está en las antípodas de la biografía al uso. Se agradece. Pero lo más sorprendente de este librito breve, leve y, sin embargo, caprichoso en los detalles, preciso y precioso, es que donde verdaderamente está el espíritu de Ravel es, más que en el contenido de las frases (que también), en el trazado de las mismas: sutil, elegante, rectilíneo, transparente, todas esas cosas que se dan en la música de Ravel pero que sólo en Ravel dan como resultado ese lenguaje original, hondamente expresivo e instransferible.

Para Ravel, traducir al papel pautado el universo sonoro donde él habitaba suponía empezar jugando a encontrar ideas rítmicas en las máquinas de las fábricas, que tanto le fascinaban, por eso la cantidad de autómatas y artilugios mecánicos que llenaban su casa, una casa que, según la miraras, tenía más pisos a un lado que al opuesto, y que por dentro era minúscula y, al mismo tiempo, lo suficientemente espaciosa para este hombre menudo que podía gastar horas en el camino que le llevaba de la cocina al cuarto de estar reparando en esta o en aquella mínima pero minuciosa tarea. Los ritmos, sí; luego quizá ayudara el canto de los pájaros del jardín o del bosque de Rambouillet, donde se internaba a diario como el protagonista de un cuento; luego venían años de meditación y reflexión, relacionando ideas, estableciendo rutas, planeando estructuras; y, finalmente, una vez sumado todo, proceder a restar lo que sobra. Ya hay obra.

Qué le pasaría a Ravel al final. No lo sabemos. Pero un día empezó a coger el tenedor por la punta, otro a llevarse a la boca el cigarrillo por la parte encendida; unos compases más adelante ya no podía leer música, ni reconocer sus obras cuando sonaban en un concierto y le decía a su acompañante, precioso, precioso, tenemos que felicitar al autor; de ahí a no controlar el movimiento de sus ojos sobre las frases del periódico, que deberían ir de izquierda a derecha pero no, imposible, y la carta, ocho días para escribir una breve nota a sus amigos Delage confesando después haber tenido que buscar todas las palabras en el Larousse para saber cómo se escribían. Y todavía más y siempre dándose perfecta cuenta de que cada día menos.

Todo cambió para mí el día que escuché, flotando en un pasillo, un acorde que resultó ser de Ravel. Y todo sigue cambiando cada vez que escucho a Ravel, mago del sonido, creador de emociones caleidoscópicas, guardián del secreto, músico prodigioso. Ravel llegó a ser una imagen pública aclamada por las masas, aunque no escapa a la sagaz y observadora mirada de Echenoz que se las arreglara para no dejar, a su muerte en 1937, "ninguna imagen filmada ni la menor grabación de voz".


1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

guardián del secreto... Qué bonito

10:54 a. m.  

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