28 enero 2006

Festín



La cena está servida. Si te acercas al quiosco de prensa, entre los horrores del periódico te puedes encontrar hoy en dvd "El festín de Babette" (1987), la inolvidable película del danés Gabriel Axel merecedora, como pocas, del Oscar a la mejor película extranjera. Cuántas veces he asistido, absorto, a esa cena, prendado de sus preparativos, sobrecogido a los postres; casi tantas veces como a la que se celebra, cada vez que te lo propones, en casa de las hermanas Morkan, en "Dublineses". Aquí no hay nadie subido a una escalera embelesado en el éxtasis de un recuerdo traído por una melodía, pero siempre me ha llamado la atención que en un mismo año nos llegaran dos joyas que comparten el pretexto de una cena para reunir en torno a la mesa a un grupo de personas el tiempo suficiente para permitirnos efectuar un minucioso examen de sus almas.

Todo en "El festín de Babette" seduce y enamora: el escenario, los personajes que lo pueblan, la historia, la manera de contarla. Y Babette. Un día llega a una remota aldea noruega huyendo de un París tormentoso y se refugia en casa de las hijas de un pastor protestante que se ocupan, desde su fallecimiento, de perpetuar sus enseñanzas entre una pequeña comunidad que hace de la austeridad una forma de vivir en Dios. Una mañana Babette recibe una carta que le comunica que ha sido agraciada con el premio de la lotería y decide gastarse hasta el último céntimo en invitar a la puritana comunidad a una cena inolvidable, haciendo traer los más suculentos manjares desde lugares remotos ante el estupor de todos.

Babette ha sido cocinera en un establecimiento de lujo de París y pone el alma en todos los detalles: el mejor vino a la temperatura adecuada, la mejor presentación de los platos más exóticos, la preparación de las salsas más exquisitas, el chocolate regando la blanquísima repostería de los postres, el plegado minucioso de las servilletas en una mesa diseñada para alimentar la vista. Los habitantes de la pequeña aldea, puritanos hasta extremos insospechados, deciden acordar no hacer caso al estremecimiento del paladar, temerosos de que eso resulte pecaminoso. Pero conforme las fuentes repletas de suculentas viandas surgen de la afanosa cocina algo despierta en el interior de estas almas encerradas con candado, de estos rostros blanquecinos de miradas apagadas: Dios está también en esos sabores, en ese festín de placer que explota en la boca llenando de color el corazón. Al final, los comensales se despiden embriagados de sonrisas y con las mejillas sonrosadas, cogidos de la mano en una danza silente del ánimo bajo un estrellado cielo polar.

La progresión narrativa de esa cena es modélica, caprichosa la cámara en los detalles: el canto humilde del Coral en comunidad, las pisadas sonoras en la madera, los dedos que se aferran al chal de lana recogiéndolo en el pecho, las miradas pudorosas de los comensales a la entrada del comedor, el dulce sonido del llenado de las copas, el color de los licores tras la elaborada cristalería, las manos de la cocinera rellenando hojaldres con caviar, el brazo secando el sudor de la frente ante el horno que dora las carnes convenientemente preparadas, y Axel consigue hacer aflorar las emociones a lo largo del metraje precisamente mediante la contención. Por si fuera poco, la interpretación de la francesa Stéphane Audran es impecable: ella es Babette. Película de bellísima espiritualidad, delicada, silente, contemplativa, que transcurre en la frontera de un mundo remoto cerrado en sí mismo y abocado a un final cercano que descubre un nuevo horizonte al sonido de las cucharillas de plata. Un visionado que se saborea en el paladar de los sentidos todos. Una experiencia embriagadora. Buen provecho.


1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

No la había visto antes y cuando la tuve, pude reconocerla, estupefacta, en una estanteria de un videoclub cualquiera en la oferta del día 2x1......

2:00 p. m.  

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