17 febrero 2006

Trenes

Luego está el secreto de lo de los trenes.

Como yo nunca tuve de pequeño un tren de juguete, una tarde me presenté en la estación a buscar uno de verdad. Me planté en el umbral de la puerta del despacho del jefe de estación y un señor mayor que leía a la luz de una lámpara de latón se volvío al percatarse de mi presencia. "¿Quieres algo?", preguntó mirándome por encima de sus gafas. "Quiero ver un tren", contesté mientras me rascaba con el pie derecho la pantorrilla izquierda porque estaba un poco nervioso. "Pues no va a pasar ninguno hasta dentro de un buen rato, lo siento" y giró la cabeza y volvió a mirar unos papeles a través de sus gafas.

A la media hora, el jefe de estación se asomó a la puerta estirándose y llevándose las manos a los riñones con una mueca de cansancio en la cara y entonces se percató de que yo no me había ido y me había quedado sentado en un banco del andén solitario. "¿Llevas ahí todo el rato?", me preguntó sorprendido. Pues claro que llevaba ahí todo el rato, lo que no sabía era si todo ese rato era suficiente para considerarlo un buen rato, tiempo estimado por el jefe de estación para la llegada del tren. Entonces sonó un timbre de teléfono antiguo y el hombre entró apresuradamente y le dio a una manivela y a continuación volvió a salir con un banderín rojo plegado sobre un palo de madera ennegrecida y una gorra en la cabeza. "Viene un tren de mercancías, quédate ahí y no te acerques al andén", dijo mientras delimitaba imaginariamente una frontera con el banderín. Al poco empezó a oirse un rumor lejano de motores y enseguida un bramido ensordecedor de toneladas de hierro se precipitó por el andén principal oscureciendo la tarde mientras el jefe de estación, heróicamente situado al borde del andén banderín en alto, entrecerraba los ojos y se llevaba la mano a la gorra como si una poderosa corriente de aire estuviera a punto de llevárselo volando. Admirable. A mí no me daba tiempo para fijar la vista en los muchos vagones que componían el raudo convoy pero el ruido de velocidad me asustó y, a la vez, me resultó sumamente excitante. En cuestión de segundos pasó de largo recomponiendo la luz del atardecer y la calma del lugar (canto intermitente de grillos al fondo) y el jefe de estación volvió a su despacho quitándose la gorra y dejando el banderín encima de la mesa, objetos ambos que para entonces ya ejercían en mí una poderosa atracción. Yo me dí cuenta de que tenía los hombros encogidos y entonces los relajé.

A la tarde siguiente, a la salida del colegio, volví con mis pantalones cortos y mi bocadillo de chocolate. ¿Otra vez por aquí?, dijo el jefe de estación mirando de nuevo por encima de sus gafas. Yo dije que sí con la cabeza porque la boca le estaba dando un mordisco al chocolate. A partir de entonces aquello se convirtió en una visita diaria. En vez de quedarme a jugar con los demás niños en los columpios yo me iba a la estación. Debió ser por ese motivo cuando me empezaron a considerar un poco rarito pero no me importaba lo más mínimo porque para entonces yo ya había rebasado el umbral de la puerta del despacho una tarde de otoño de niebla en la que el jefe de estación me dijo con resignación que pasara, anda, no te quedes ahí fuera que te vas a helar y me senté al otro lado de la mesa esperando que sonara el telefonillo y absolutamente embelesado por el panel de lucecitas de colores, todas ellas con su conmutador, que controlaba el tráfico ferroviario. Fue una conquista.

Poco a poco lo aprendí todo: el significado de las señales, la particular jerga de ese mundo (cuando el tren está a un kilómetro y medio se enciende una lucecita naranja en el extremo del panel y entonces se dice que "ha pisado" y ese es el indicativo que te lleva a coger la gorra y el banderín y salir a recibir a las visitas), los horarios de los trenes con la sorpresa de los mercancías, que no venían en la lista y podían aparecer de pronto, las características de las locomotoras: las Diesel de 6 ejes, que parecían taladrar el suelo cuando pasaban a 130 por hora y que gemían deliciosamente cuando arrancaban del andén tirando de su pesada carga, y las Alsthom eléctricas, las de la serie 7000 y las 8000, más potentes.

Una tarde iba por el paseo arbolado que lleva a la estación y oí el rumor eléctrico de una Alsthom detenida en el andén y yo aceleré el paso. Era un mercancías que debía efectuar una maniobra para dejar un par de vagones en una vía auxiliar (los raíles de las vías auxiliares no brillan tanto porque tienen menor desgaste). El jefe me dijo: ¿no querías un tren? y me cogió de la mano y antes de que me diera cuenta me aupó hacia la portezuela de la altísima locomotora donde me esperaba para recogerme un hombre descomunal con una sonrisa colorada. Recuerdo que al tomar posesión de la cabina lo primero que sentí fue un intenso calor y un característico olor como a goma quemada, olor de potencia eléctrica. También me impresionó ver la perspectiva de los raíles proyectándose al infinito, una visión fascinante que el viajero se pierde, y lo llamativo de ver el pequeño tamaño de la palanca metálica que servía para accionar toda la potencia de la locomotora y que efectuaba un recorrido de derecha a izquierda.

Hay recuerdos de la infancia que te marcan toda la vida: conservo intacta la sensación de tener mi mano puesta en esa palanquita de metal frío y encima de la mía el contacto de una mano enorme, callosa, endurecida, que tiró suavemente pero con firmeza hacia la izquierda al mismo tiempo que un rugido de motores despertaba a mis espaldas y todo ese tonelaje empezaba a deslizarse suavemente por los raíles pulidos. Fue la cosa más excitante del mundo, aunque durara unos pocos metros. Luego el hombre enorme me dijo que tenía que cenar mucho para llegar a ser maquinista y estudiar mucho en la escuela también y después me aupó para bajarme y allí, empequeñecido desde las alturas, me esperaban los brazos del jefe de estación para posarme en el andén, cuyo suelo me pareció de momento algo blando de repente. "¿Te ha gustado?" Qué preguntas, hombre.

Yo nunca tuve un tren de pequeño pero tuve uno de verdad. Desde entonces, los trenes siguen siendo mi pasión secreta. Durante años fui visitando a diario al jefe de estación cuando le tocaba turno de tarde (una semana sí, otra no). Cuando no estaba él también iba, por supuesto, pero me quedaba en el andén, esperando: esos días el despacho no era "mío" aunque de vez en cuando paseaba con disimulo y echaba un vistazo rápido al panel desarrollando pronto una habilidad para interpretarlo de un golpe de vista y saber cómo se presentaba la tarde. No recuerdo cuándo dejé de ir, supongo que no fue de repente, sino poco a poco, conforme surgían compromisos, las clases de música, los deberes del colegio, los meses desconcertantes que siguieron a la muerte de mi padre. La última vez que vi al jefe de estación caminaba por la calle con cierta dificultad agarrado por una señora mayor que debía ser su mujer y yo lo ví pasar desde el balcón. Tenía que llevar un tiempo jubilado.

Ahora, hoy, si vas a la estación y te plantas en el umbral del despacho te darás de narices con una puerta cerrada en la que un cartel dice "Prohibido el paso". Ya nadie acciona conmutadores de luces, como hacía yo algunas veces subido a una silla cuando me lo ordenaba el jefe de estación, tan orgulloso que estaba yo de que me considerara su ayudante, tan preocupado por dejar el pabellón de mis progresos alto ante él. Ahora todo está automatizado y un gran panel colocado al otro lado de las vías da las gracias a no sé qué fondos de cohesión de la Unión Europea por la modernización de la línea. No hace muchos años iba caminando por los metros finales del andén, en la frontera de la estación, cuando de repente apareció un guarda de seguridad pidiéndome la documentación de malas maneras y me pareció un momento muy violento y absurdo.

Lo último que queda de esos días en mi memoria es el descubrimiento de que las Alsthom hacían sonar su presencia con el tono de Mi bemol y que no me importaría de mayor ser maquinista de un tren de mercancías que cruza el atardecer en un instante de nieblina azul.


1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Hola, por casualidad me he encontrado con tu blog, me ha emocionado tu relato del tren. Nací frente a una estación, entraba en el sueño con el sonido de los silbatos que se atascaban en la noche, el cierzo los hacía lejanos... cuando era pequeño mi abuelo me llevaba todos todos los días a ver pasar los trenes, llovía, nevaba, daba igual, sentíamos lo mismo , mi abuelo se me fué pronto, a esa estrella, apuntaba mi madre, la creí y no la perdía de vista. Seguí con asombro y fascinación a mis trenes, la 3000, la 1900, la Francesa.. y bueno, al final fuí maquinista. Un saludo. Sergio

12:00 a. m.  

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