Rózsa
A Alain
Se cumplen 100 años del nacimiento de Miklós Rózsa, inolvidable compositor. Su nombre lo has visto escrito en la cabecera de muchas películas de cuya atmósfera emocional fue directo responsable. Trabajar en cine con un músico enorme entraña ciertos riesgos: se apodera de la película a nada que el director ande lento de reflejos. Fritz Lang tuvo que sacar brillo a su monóculo para mirar atentamente porque en los títulos de crédito de "Moonfleet" (1955) las olas rompían furiosas contra las rocas de un acantilado al compás de una ráfaga musical de Rózsa que te empapaba el alma con la intención de irse de la lengua, porque allí estaba condensada la esencia de esta memorable película de aventuras y melancolías.
Rózsa formó parte de esa generación de músicos europeos que vieron en el mundo del cine norteamericano una manera de canalizar su actividad creativa como compositores sinfónicos. Había nacido en Hungría y su carrera musical se forjó a la sombra de Bartok, Kodaly y de la música modal del folklore centroeuropeo. De allí extrajo el material con el que construiría una personalidad musical muy singular y enormemente expresiva. Rózsa poseía un talento innato como narrador musical tanto de gestas épicas como de evocaciones líricas y dominaba como nadie el ritmo escénico: en lugar de componer fragmentos compartimentados puso especial empeño en trabajar la continuidad entre escenas, con la consiguiente contribución a la cohesión y a la fluidez narrativa. A él debemos esos momentos de transición una vez culminada una determinada acción que pronto se convertirían en lugar común:
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A la hora de componer Rózsa ponía en acción sus habilidades como melodista infalible, brillante orquestador (inconfundible su tratamiento del registro grave de los intrumentos de viento como color de fondo del lienzo de la partitura), contrapuntista minucioso, modalista modélico y hábil diseñador de motivos con los que poblar la textura sonora de sus obras. El resultado era un paisaje musical exótico y hermoso de sabor inmediatamente reconocible.
Rózsa tituló su autobiografía "Una doble vida" precisamente para señalar su condición de compositor "serio" y compositor de bandas sonoras (como si estas bandas sonoras no fueran asunto serio!). Ambas "vidas" confluyeron felizmente cuando Billy Wilder le encargó la música de la maravillosa "La vida privada de Sherlock Holmes" (1970) y Rózsa echó mano, sorprendentemente, de su "Concierto para violín y orquesta" compuesto en 1956. Las características de ese concierto le venían a la película como anillo al dedo: los compases iniciales del primer movimiento hacen sonar un patrón rítmico que se asemeja al bordón de las gaitas escocesas, país donde se desarrolla la acción principal de la película:
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Pero sobre todo, el concierto contiene una joya imprescindible: el solo de violín.
Es sabido que en el particular universo de Sherlock Holmes, el violín ocupa un lugar fundamental como elemento que contribuye a poner a pleno rendimiento la materia gris del detective. Pero aquí, además, el solo de violín, convertido en leit motiv de la película, debe cumplir una decisiva función añadida: tiene que resultar emocionalmente conmovedor, porque en este retrato "privado" de Sherlock Holmes, el genial detective nos muestra su cara oculta, su semblante más humano. Y aquí el tema de Rózsa irrumpe con una belleza arrolladora y una desgarradora melancolía. El solo de violín que Rózsa rescata para este Holmes de carne y hueso es un grito, un ansia, un dolor profundo. Un instante maestro.
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