27 mayo 2006

Quinteto

Si en la portada del programa de mano aparece este patrocinador:



y en su interior este elenco de solistas:



entonces no hay duda: acaba de empezar "El quinteto de la muerte" ("The Ladykillers", 1955) bajo la batuta de Alexander Mackendrick para regocijo nuestro. Anoche tuve la posibilidad de revisarla en su reciente e impecable edición en dvd (qué colorido, Dios mío!). El cine británico vivió en los años 50/60 el apogeo de dos productoras modestas que dieron al mundo una buena porción de títulos inolvidables especializándose en dos géneros específicos: el terror (Hammer) y la comedia (Ealing).

Las comedias de la Ealing poseen unos ingredientes inconfundibles: costumbrismo de campiña inglesa y trenes a vapor, el te a las cinco y policías de mostachos generosos, todo ello aliñado con fina ironía por un equipo de chefs de alta cocina: Charles Crichton, Alexander Mackendrick, etc. Pero de entre todas ellas, "El quinteto de la muerte", que acaba de cumplir unos estupendos 50 años, brilla con una luz especial. Hay grandes comedias y comedias perfectas. Y aquí todo se mueve impulsado por un engranaje de precisión en el que la inspiración y el talento rezuma en todos y cada uno de sus fotogramas, empezando por el pleno acierto en el reparto y acabando por la feliz dirección de Mackendrick.

La historia nos sitúa en Londres, en 1955. Una dulce anciana, la señorita Wilberforce (Katie Johnson) decide alquilar unas habitaciones de su casita victoriana poniendo un anuncio. Pronto suena el timbre de la puerta. Vayamos a ver quién es:



Es el Profesor Marcus, encarnado de manera grotesca y genial por Alec Guinnes. Viene a alquilar un par de habitaciones para que él y sus amigos puedan ensayar a Bocherini. Encantadores. En realidad, ninguno de ellos es músico. Se trata de una banda de delincuentes que pretenden reunirse para idear un minucioso plan que les lleve a robar las cajas blindadas de unos furgones en la estación del ferrocarril cercana a la casa. Cada tarde, todos ellos llegan con los estuches de sus instrumentos musicales, saludan afectuosamente a la señorita Wilberforce y suben por la escalera hacia la habitación de ensayo donde, tras cerrar la puerta, ponen en marcha un tocadiscos para hacer creer a la inocente ancianita que están entregados al estudio.

Lo que no cuenta ninguno de ellos es que la señorita Wilberforce es una anfitriona muy atenta, demasiado atenta. Con sus pequeños nudillos llama una y otra vez a la puerta, provocando el consiguiente revuelo en la habitación para esconder los planos del atraco y coger los instrumentos musicales antes de abrir y escuchar de la dulce y pausada voz de la ancianita el ofrecimiento de una reconfortante taza de te.



El ofrecimiento va acompañado de largas peroratas que los ladrones escuchan con resignación y forzada cortesía.



Mientras tanto, nosotros apuntamos en la lista de parecidos razonables, no sin cierto asombro, que la señorita Wilberforce tiene un aire indudable a Pepe Isbert.

La comedia posee abundantes "artefactos" de guión típicos del género; pequeños detalles insignificantes que, o bien contribuyen a crear atmósfera (como la música de Bocherini, leit-motiv que se convierte en involuntario y certero retrato musical de la anciana, o que todos los cuadros de la casa estén torcidos debido a que la estructura ha cedido por los bombardeos de la guerra, o que la viejecita tenga que dar unos golpes con el martillo a las cañerias para que salga el agua con la que llenar la tetera) o bien son susceptibles de adquirir una importancia decisiva en el transcurso de la trama, como el paraguas que la señorita Wilberforce siempre olvida (a veces no es conveniente olvidar un paraguas, aunque el hombre del tiempo no anuncie chubascos).

Hay gags memorables, como la reunión de ancianitas parlanchinas que acuden a casa de la protagonista a tomar el te enfundadas en sus sombreros de plumas. Hay un momento en que el espectador no acierta a distinguir entre ellas y los loros que la señorita Wilberforce cuida en su salón. Destaca también la toma en picado de los convoys de mercancias, ángulo que revela a los vagones vacíos como improvisados ataúdes de emergencia. Y destaca igualmente la planificación de las secuencias del robo (que en algunos momentos caricaturiza las convenciones del género mediante encuadres que parecen sacados de una tira de cómic)



"El quinteto de la muerte" es una partitura deliciosa. Los músicos llegan al concierto confiados y dispuestos a interpretarla a la perfección porque la han estudiado a fondo. Pero nadie ha reparado en que la dulce señorita Wilberforce está sentada en la primera fila. ¿Acaso importa? Nunca se sabe. Música, maestro Mackendrick.


3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Dices lo de la tira de comic y acabo de relacionar la característica física más destable del disfraz de Alec Guinness: esos dientes que no se sabe si sonríen o si están apretados conteniendo la ira que se acrecienta por el hecho de que los planes no salgan bien (hasta cierto punto)... esos dientes, digo, me recuerdan a los que se dibujan en los personajes de comic que son los malosos de turno: una serie de líneas verticales paralelas cruzando la boca de labio a labio. La última imagen que has incluido en tu post es un ejemplo perfecto.

En fin, ¿quiere decir esto que los dientes son el reflejo del alma y que si nos hubiéramos fijado (y pensado) en ellos cuando el profesor Marcus aparece en la puerta de la srta. Wilbeforce, enseguida hubieramos "calado" al personaje, sabiendo que no era de fiar? ¿Deberemos cambiar la frase que dice "por sus obras los conocereis" por otra que afirme que "por sus piños los conocereis"?

Y hablando de los Estudios Ealing, otra reivindicación: "Pasaporte para Pimlico".

10:17 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

Ooops, se me olvidó despedirme (dos puntos menos en mi carné de civismo):

Saludos,

Ferre

10:18 a. m.  
Blogger emejota said...

Cuando el profesor Marcus aparece en la puerta lo primero que vemos son sus dientes: el fotograma que he elegido corresponde al momento en que se dispone a cerrar la boca tras mostrar una grotesca sonrisa a modo de presentación (no elegí otro fotograma porque, congelado, resultaba del todo antiestético!)Un plano antes lo hemos visto de cuerpo entero, pero a contraluz, recortado sobre el fondo como una silueta negra. Pero los dientes y la mirada son lo primero que vemos y es suficiente para decírnoslo todo: observemos la iluminación, que va a la cara.

Todo en la caracterización de Guinnes es de cómic: su pose encorvada, sus cabellos lacios, las miradas de refilón. Y los dientes, claro.

"Por sus piños los conoceréis". Deberíamos sugerir esa frase como slogan a nuestro dentista, Ferre.

Un saludo.

3:42 p. m.  

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