Presentimiento
Una tarde de hace muchos años mi madre me llevó a Barcelona a un ático de la calle Balmes donde un médico muy famoso ya retirado seguía tratando los casos más graves de una enfermedad como la mía. Me senté en una sala de espera rodeado de viejos achacosos y me puse a mover las piernas adelante y atrás con nerviosismo porque no me llegaban al suelo. De algún lado llegaba el sonido de una voz bronca, profunda, que acentuaba sílabas de golpe y después bajaba algo el tono, en una cadencia a la que no te podías resistir.
En un momento dado se abrió una puerta corredera y vi, de refilón, el rostro del que salía esa voz: un hombre mayor, altísimo, fuerte, que giró la cabeza y, al mirarme, se calló y levantó una ceja. Fueron dos, tres segundos, mirándonos fijamente en silencio como si alguien le hubiera dado a la pausa al vídeo, entonces la enfermera cerró de nuevo la puerta y el discurso a oleadas de la voz poderosa siguió a lo suyo. Yo ya no movía las piernas.
Las visitas al ático del doctor Rotés se prolongaron durante años. El doctor Rotés hacía unas exploraciones minuciosas que me enternecían: te sentaba en la camilla y movía una por una todas las articulaciones, hasta la más chiquita, dictando un curioso lenguaje a su ayudante que, bolígrafo en mano, tenía ante sí el dibujo de una silueta humana: aspa, cruz, medio círculo... Aquello iba conformando la geografía del desastre, así lo llamaba yo, y el doctor Rotés sonreía para reprenderme por esa frase.
Una tarde, pasados unos años, mientras me examinaba el hombro se quedó callado unos instantes, vacilante, y entonces me dijo como en confidencia que el domingo anterior se había emocionado por primera vez escuchando "La flauta mágica" en el Liceo. Yo le dije que era normal, ¿no? Pero entonces me di cuenta, impresionado, que lo que me estaba diciendo era que por primera vez se había emocionado por algo "artístico". Se había dado cuenta de que se había pasado la vida entre libros, pacientes, e investigaciones intentando paliar o remediar sufrimiento y había dejado de lado eso que, de pronto, se había mostrado el domingo como un zarpazo en el alma.
Desde entonces, entre medias aspas y triángulos, hablábamos de un nocturno de Chopin, y de que en la "Flauta Mágica" hay un momento musical en que sabes que todo va a salir bien antes de que te lo diga el texto e incluso hablamos de la Huston en lo alto de la escalera en el éxtasis de los dublineses, que tanto daría de sí en el futuro en este blog, ya ves tú.
El doctor Rotés hablaba alto porque era muy fuerte y porque estaba algo sordo, que era muy mayor el hombre. Una tarde, después de la exploración, mientras me vestía, le oí cómo le decía a mi madre en lo que se supone que para él era un tono bajo, secreto, lo siguiente: "yo sé lo que sufre, y aún así me lo dice sonriendo". Me emocionó mucho oir eso; tuve que abrochar y desabrochar la camisa tres veces antes de salir y sentarme. (Y sonreirle)
Otra tarde, en el mismo trance, le oí decir algo muy distinto: "Más de 20.000 pacientes vistos en mi vida y ahora, al final de mi carrera, tengo delante el caso que más me duele, el que me hace sentir más impotente". Esta vez no me emocioné nada, pero tomé una determinación firme, para escándalo de mi madre: no volver. Para no darle más disgustos al hombre.
La resolución fue un disparate, como es de suponer, y años después no me quedó otro remedio que regresar cual hijo pródigo. Para entonces el doctor Rotés tenía la voz más débil y se le notaban dos cuerdas de violín en el cuello; yo ya no era un niño y estaba mucho más deteriorado. Me miró como mira un abuelo a su nieto, me abrazó y me senté en la misma silla de siempre. Le dije que volvía sabiendo que seguía sin haber solución a lo mío. Me pregunto que cuál era el motivo de mi visita entonces y yo le respondí que, únicamente, buscaba un poco de consuelo. ¿Y qué puedo hacer para dártelo?, preguntó con extrañeza. Y yo le contesté que ya lo estaba haciendo: estar ahí, mirándome y escuchándome. Y le sonreí (también me eché a llorar como un imbécil, para qué mentir).
En Enero del 2000 recibimos una llamada del doctor. Que fuéramos rápido. Una luz. Un laboratorio de EEUU había sacado un fármaco eficaz. El doctor Rotés luchó contra viento y marea para conseguir que yo fuera el primer paciente en España que tuviera esa medicina tras comprobar, viaje aquí, viaje allá, que la cosa iba en serio. A pesar de sus mermadas fuerzas, en secreto, se las arregló incluso para buscar la financiación necesaria para sufragar los dos millones de pesetas que costaba el tratamiento de 10 meses. Para probar. Todavía recuerdo su carta con letra enorme y temblorosa dándome las últimas instrucciones necesarias y deseándome toda la suerte del mundo. Y funcionó.
El doctor Rotés me regaló la vida que tengo ahora.
Un par de años después una señora desconocida llamó por teléfono para decirme que era paciente suya y que al decirle de dónde venía el doctor Rotés había preguntado enseguida por el chico músico, que muchos recuerdos, que muchos cariños. La señora me dijo que al doctor le habían puesto un marcapasos y que la familia estaba intentando que dejara la consulta, al menos, que no fuera diaria. Era demasiado esfuerzo para él. Lo último que supe es que ya no pasaba consulta y que había empezado a perder la cabeza, expresión popular que utilizamos mucho y que suena grotesca si no fuera porque contiene tanta tristeza.
Todo esto viene a que llevo tres noches soñando con el doctor Rotés. Estamos en ese ático de la calle Balmes donde se ve atardecer y hablamos de "La Flauta Mágica", del instante en el que el clarinete te dice que tranquilo, que todo va a terminar bien, entre medios círculos y triángulos. Cuando me despierto no puedo evitar tener la incómoda y quizá ridícula sensación de que eso pueda significar que, de alguna manera, se está despidiendo. Y me siento incapaz de expresar lo mucho que lo siento.
(He puesto tanto cariño escribiendo estas líneas que se me han saltado las lágrimas. Ahora sonreiré, no se preocupe)
10 Comments:
Has escrito un homenaje muy emocionante. Mi médico, al que vi hace poquito por lo de la bronquitis que he tenido estos días, siempre dice que "Un médico que sólo sabe medicina no es buen médico". El tuyo también lo sabía muy bien. Un beso emejota.
me atrevo a dejar un comentario porque no puedo irme de aquí sin hacer constar que me ha parecido una experiencia preciosa la que relatas ... él te regaló la vida que tienes ahora, y creo que tu también le regalaste mucha vida.
Solo decirte que me has emocionado con el modo de narrar tu experiencia.
Ahora comprenderás, Gabriela, la razón de que los atardeceres de Barcelona me pongan un poco melancólico, como ya te escribí en otro lugar.
Un beso.
Hola noesmivida y victor: bienvenidos a "La Idea del Norte".
No sé si le regalé mucha vida pero me consta que le dí una alegría. Me queda ese consuelo.
Un abrazo a los dos.
Sí emejota, ya lo entendí así cuando leí tu post. Es que la calle Balmes en sí es muy pinchemente triste. Y más en la tarde.
Una historia que merece la pena. Él te regaló la vida que llevas ahora, y tú le regalaste a él la satisfacción de podertela regalar. Estoy segura de que eso no tiene precio. Me refiero a que ni lo uno ni lo otro pueden pagarse con dinero. Y además, tiene el detalle de venir a despedirse de ti...Puede que haya "perdido" la cabeza,(aunque aún conserva algo para acordarse de ese niño), pero no la humanidad del que, por lo que cuentas, se ve que ha sido una gran persona.
Una vez más me conmueven tus pensamientos, Mariano.
El mejor homenaje que puedes dedicar es tenerlo presente en tu memoria y en tus hechos, como has hecho hasta ahora.
Afortunados nosotros también, que a pesar de no vernos en persona, contamos con tu presencia.
Un fuerte abrazo!
=D
Vaya experiencdia maravillosa, Mariano. Estoy emocionada...
Gabriela, Nadia, Diana, Magda: yo también estoy muy emocionado y celebro que hayáis visto a través de mis palabras la luz de un hombre fundamentalmente bueno.
Un beso a las cuatro.
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