29 octubre 2005

Sergio

Sergio debía tener 10 años cuando le conocí. Yo estaba haciendo pasillos, como corresponde a alguien que está empezando en el campo de la docencia y me había tocado sustituir durante 23 días a una profesora de solfeo enferma. Me advirtieron que no lo iba a tener fácil: una treintena de monstruítos de 9 y 10 años. El primer día entré en clase temblando de pies a cabeza y en medio de un algarabía ensordecedora. Lo que ví cuando llegué a la mesa y giré la cabeza es una estampa que ahora, después de tantos años, está algo borrosa: veo un montón de caras sin facciones definidas, pero todavía veo nítidamente, allá en la última fila, en el penúltimo asiento junto a la ventana, dos ojos vivarachos que me miran desafiantes diciéndome muy claramente: "lo que te espera, chaval". No es eso lo único que ví: también ví luz. A veces te encuentras con personas y al primer golpe de vista hay algo por dentro que te hace ver en ellas luz, sin que sepas exactamente qué tipo de luz es y para qué sirve.

A lo largo de esos 23 días quedó claro que lo que la mirada anunciaba iba en serio, pero también pude comprobar que la luz seguía ahí. El día de la despedida, Sergio no vino a clase. Reconozco que lo sentí. Sólo mucho tiempo después comprendí que si no había venido a clase ese día era, precisamente, porque no quería despedirse. Los hombres somos muy orgullosos, incluso a los 10 años.

Yo seguí haciendo pasillos durante un tiempo y el destino quiso que un buen día me lo encontrara plantado ante un profesor de piano pidiéndole, por favor, una partitura. Yo no sé qué me impresionó más: si ver a un niño cuya curiosidad le había llevado a tomar la iniciativa de pedir una partitura porque, según dijo, le hacía mucha ilusión verla (es importante señalar que Sergio no tocaba el piano y no tenía piano en casa) o la respuesta del profesor, que fue del todo desagradable y lo despachó sin contemplaciones. El caso es que, por mi cuenta y riesgo, entré en la sala de profesores y busqué el teléfono de la familia. Sí, lo sé, soy muy impulsivo, sobre todo cuando las cosas me pueden. Tomé nota del número y a la mañana siguiente me puse en contacto con su madre.

Estoy escribiendo ésto y, al recordarlo, no sé si echarme las manos a la cabeza. Imagínate: un joven desconocido llamando a una madre de un niño de 10 años para decirle que le invita a su casa para que toque el piano. Con las cosas raras que hoy se ven, ella pudo haber pensado cualquier barbaridad. Pero yo creo que las madres tienen una cualidad especial que les hace saber si lo que les dices es honesto y sincero. Y aunque, lógicamente, la mujer se desconcertó en un primer instante, acordamos que se lo iba a proponer a Sergio. Yo llegué a un acuerdo conmigo mismo: no se trataba de una clase particular, no le iba a cobrar nada; era una invitación y el invitado decidiría el momento de marcharse de la fiesta. Conociendo a Sergio, tan inquieto, tan hiperactivo, entraba en lo posible que todo fuera capricho de una tarde, de dos, puede que, a lo sumo, llegara a tres semanas, quién sabe. Al final fueron ocho. Años.

Durante todos esos años no sé si Sergio aprendió mucho, pero puedo asegurar que yo sí, ya ves qué paradoja. Aprendí muchas cosas: por ejemplo, que muchos de estos niños a los que en el colegio dan por imposibles, los "trastos", los culpables de todo lo malo que sucede en clase, si no funcionan no es porque no valgan sino, todo lo contrario, porque están especialmente dotados y se aburren. Dicho de otro modo: no es el niño el que no está a la altura del colegio; es el propio sistema educativo el que no está a la altura de estos chicos y chicas, que requieren una atención personalizada que el sistema no les puede conceder.

Aprendí también a llegar a él con paciencia: hoy toca buen día, estupendo, aprovechémoslo; hoy toca mal día, mala suerte. Enseguida ví también que si pretendía canalizar la sensibilidad de Sergio a través de la música de nada iban a servir los procedimientos convencionales. Hubo que echar mano de la imaginación mientras me traía dibujos de diseños de cohetes espaciales con su trayectoria precisa y leía a primera vista trocitos de Mozart.

Las emociones utilizan un lenguaje curioso: yo descubrí lo mucho que a Sergio le afectaba mi enfermedad precisamente por la indiferencia que mostraba. Lo que pasa es que la mirada le delataba. La situación era un poco violenta así que cuando cumplió los 15 años, una tarde lo senté ante una mesa, nos olvidamos por un rato del piano, le miré a los ojos y le conté todo: lo que me pasaba, lo que me podía pasar. Lo hice sin dramatismos, con naturalidad y sinceridad. Yo sé que no conseguí aliviar mi mal, ni aliviar su pesar, que quedó en evidencia esa tarde (qué le pasa a mi amigo). Pero creo que por primera vez alguien le trataba como un adulto y a los 15 años, que te tomen en serio, es muy importante. Creo que fue bueno. Para ambos.

En definitiva, durante esos ocho años estuve viéndole crecer e intentando estar a su lado cuando era necesario. El teclado del piano se convirtió en testigo de confidencias, alegrías, frustraciones y, cuando llegó la adolescencia y el corazón empezó a doler, trajo preguntas, que por qué duele, y qué se puede hacer, y que fulanita es muy guapa, y menganita también... Y todo ello acompañado de las últimas noticias científicas sobre los agujeros negros. Así era Sergio. Así es Sergio.

Hoy, aquel niño por el que casi ningún profesor daba un duro, el "trasto" imposible, es un universitario brillante. Estudia telecomunicaciones a curso por año y saca notas excelentes. Yo se lo dije una y mil veces: conseguirás lo que te propongas porque vales y porque te lo mereces. Pero eso no es lo importante para mí. Lo importante es que hoy, ese chavalín que un día me miró desde la última fila con ojos vivarachos y en los que ví luz, se ha convertido en un hombre bueno. Que no es poco.

Los lectores de este blog que hayan tenido la paciencia de llegar hasta aquí (creo que me está saliendo el post más largo de todos) se preguntarán cómo termina la historia. Sergio no está aquí, aunque nos mantienen unidos esos vínculos invisibles que sabes que te van a durar toda la vida. A veces, por las noches, a altas horas, estando trabajando al ordenador o escribiendo en el blog, la pantalla del móvil se ilumina y te da un pequeño sobresalto. Es un mensaje de Sergio: qué tal estás, qué tal los ánimos, si decaen llámame, eh?, en cuanto vaya por ahí te llamo y nos tomamos dos coca-colas. Pero sobre todo está interesado en saber si funciona la medicación. A Sergio le obsesiona la posibilidad de que la medicación deje de funcionar. Creo que le da miedo pensar que me pueda pasar algo malo.

Lo que él no sabe es que lo mejor que me puede pasar es saber que está ahí, cerca, al otro lado del teléfono o ante unas coca-colas; que existe. Y sentirme orgulloso de él, y hablar desde ese sentimiento como lo estoy haciendo ahora, aunque se me ponga un nudo en la garganta como el que ahora siento que me está diciendo que ya va siendo hora de que lo deje por hoy.

(Hoy, Sergio cumple 20 años. Felicidades, amigo mío)


4 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Algunos tenemos mucho que agradecer a gente como tú. Lástima que seáis tan pocos los buenos profesores. También tengo 20 años, también estudio telecomunicaciones (qué coincidencia...) y me va muy bien.

De verdad, no te vendas a la mediocridad de algunos otros profesores, gracias.

12:28 a. m.  
Blogger emejota said...

Gracias a tí y te deseo lo mejor.

Un abrazo.

1:07 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

Estoy de acuerdo contigo en que lo más importante es creer en el otro. Si uno cree, el otro llegará a creer en sí mismo ¿Y sabes, emejota? un ser distinto ve la luz del otro ser distinto: y lo reconoce. Un beso mañanero, dormilón.

9:48 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

Qué preciosa historia. Sois muy afortunados, los dos.

12:07 a. m.  

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