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Mi hermano y yo, hoy.
... "La Idea del Norte" es en sí misma una excusa, una oportunidad para examinar esa condición de soledad que ni es exclusiva del Norte ni de los que van hacia allí, pero que quizá sí aparezca con un poco más de claridad en quienes hayan hecho, aunque sólo sea en su imaginación, el viaje hacia el Norte.
(Glenn Gould, "La Idea del Norte", 1967)
Menos mal que este fin de semana hemos tenido una hora más de tiempo porque he tenido una actividad social del todo insólita en mí y eso que llevo unos días con las cervicales dándome la lata y cuando voy por la acera a veces parece que sube y baja de los vértigos. Me pregunto a mí mismo si me estaré normalizando o algo. No sé.
Hoy, a las 3, los relojes volverán a marcar las 2 y todo lo que hayas vivido en esos 60 minutos desaparecerá sin dejar rastro. No hay que dejar pasar un momento tan especial, el único instante en el que el tiempo te da una segunda oportunidad. Si a las dos y veinte metes la pata aún te quedará una hora para arreglar el embrollo de manera que cuando vuelvan a ser las dos y veinte no habrá pasado nada y podremos respirar tranquilos.
Mi infancia está en los laberínticos archivos de Televisión Española. Empieza con el misterioso círculo cromático de la Carta de Ajuste, con su relojito abajo a la derecha descontando minutos para que se levante el telón y tú sentado esperando, porque esta tele es una tele a ratos. A veces hay tele y a veces no. Por la mañana, por ejemplo, si tienes anginas y no vas al colegio, no. Por la tarde hay un rato que tampoco, qué fastidio. Y al mediodía hay que verla rápido porque dura poco y se acaba pronto y allí sale una señora que se llama Isabel Tenaille. Un nombre así debió inventarse para quedar como recuerdo confortable: queda bien en un estante de la memoria. Y si te asomabas al cuarto de estar por la noche, a una hora prohibida, podías ver cómo echaban el cierre de la tele con una bandera ondeando al aire. Al principio salió un señor muy mayor y luego otro más joven. La música era la misma. Lo más importante es que luego salía una nieve de moscas ruidosas y a dormir (yo llevaba un pijama rojo en el que ponía "Montreal 76").
Estuve tan tan malito durante mi adolescencia que para cuando pude vivir la noche como todo hijo de vecino ya no tenía gracia porque era muy tarde. Qué le vamos a hacer.
Mi amigo Rafael cumple hoy 71 años pero a veces pienso que es más joven que yo porque conserva intacta la capacidad de asombro ante las cosas. Todas las cosas. Y eso le mantiene joven de espíritu que, al fin y al cabo, es lo que cuenta. Rafael es poeta, articulista, pintor, pirograbador, compositor y contrapuntista, habla con fluidez el latín y el griego clásico, y se levanta al amanecer para estudiar con los prismáticos el vuelo de los bencejos, que siempre dudo si son bencejos o vencejos porque yo no tengo prismáticos y desde aquí no los veo bien. También es médico. Durante muchos años ejerció la medicina en pequeñas poblaciones perdidas entre valles sin más ayuda que su estetoscopio, unos pocos antibióticos y toda la humanidad que cabe en él, que es mucha y cura. Lo sé bien.
"Cuando era chaval tenía un perro que se llamaba Nick. Tenía un bonito pelaje negro y blanco. Mientras me vestía con mi mejor traje oscuro para mi primer concierto con orquesta, mi padre me aconsejó mantener alejado a Nick, cosa más fácil de decir que de hacer. Nick era afectuoso y no te dejaba partir hacia una misión difícil sin antes despedirse efusivamente. La cosa es que en el transcurso del concierto miré hacia el suelo y vi mi reluciente pantalón repleto de pelos de perro. Yo no veía nada malo en el asunto pero, para no delatar las efusiones de Nick sabiendo que mis padres estaban entre bastidores, decidí limpiar mis pantalones.
Los muchos tutti de la orquesta en el finale eran la ocasión soñada para efectuar la Operación "fuera pelos" y me puse manos a la obra. Uno, dos, tal vez tres tutti habían transcurrido ya y la operación estaba casi acabada. Pero una pregunta empezó a rondar mi cabeza: ¿Por dónde iba el concierto? No vi el problema hasta el final de ese tutti, fuera cual fuera. Intenté desesperadamente recordar lo que, aparte de quitar pelos de mi pantalón, había hecho durante los últimos 5 minutos.
Fue la primera lección de mi colaboración con una orquesta sinfónica: o estás muy atento a lo que haces, o acércate sólo a perros de pelo corto."
Ha muerto la tía Carmen. La noticia me llegó a través del móvil mientras regresaba ayer de un viaje y, por unos instantes, me quedé en silencio mirando la espesa cortina de agua que cubría el parabrisas en la tarde desapacible. La tía Carmen en realidad no era mi tía hasta que un día me dijo al oído que lo iba a ser y me sirvió un trozo de riquísimo bizcocho. Lo dijo el mismo día que me conoció después de ponerme como única condición para serlo que no la tratara de usted, y entonces se sonrió, me dio un empujoncito cariñoso con el codo y salió hacia la cocina llevando unos platos y sin dejar de hablar. La tía Carmen era puro nervio y alegría de vivir. Vivía sola en Maliaño, cerca de Santander, donde era toda una institución querida por todos. Durante unos años, su casa nos sirvió a mi amigo Fernando (que era su sobrino de verdad) y a mí (que lo fui adoptivo) como cuartel general de nuestros viajes por el Norte, al encuentro del invierno, de la nieve, de las aldeas remotas y los gruesos portones de madera que se abrían para dejar salir una voz que dibujaba nubecitas de vaho en el aire mientras nos decía: "el frío va en el precio".
"La bondad de una arquitectura procede casi siempre de una imperfección apenas visible, pero capaz de producir un movimiento de extrañeza inconsciente en el
ánimo del espectador"
Juan José Millás ("Laura y Julio")
Marco este día con una piedra blanca y me voy a celebrarlo con Belén que estuvo a mi lado aquel día negro.
Como en el colegio yo siempre estaba exento de hacer gimnasia, me quedaba en la clase contando películas a los que lograban escabullirse del gimnasio. Al principio la cosa tenía cierta emoción: sonaba el timbre y todos salían de mala gana a sudar durante una hora y yo me quedaba dueño y señor de la clase entera, tan ancho, cómodamente sentado (y soberanamente aburrido).
Recuerdo fragmentos deshilachados. Recuerdo su sonrisa, sus largos y súbitos silencios, el olor del café con leche, el cine de los domingos (fila 12, números 2 y 4), las excursiones en el ruidoso Renault azul, el reloj de pulsera en la muñeca derecha, el sillón ante el televisor y las Nochebuenas. Recuerdo verle dibujar ante el tablero inclinado, y el sonido áspero de la plumilla trazando líneas en el papel cebolla, y las explicaciones: esto será un pasillo, esto una puerta, esto un dormitorio, y allí vivirán personas. Y mis preguntas. No recuerdo, sin embargo, el calor de sus abrazos, ni el sonido de su voz. No sé quién fue, qué cosas llenaron su corazón de alegría, a qué miedos tuvo que enfrentarse. Recuerdo el momento de su despedida, el mensaje secreto al oído, el aire cálido de su aliento y después el contacto de sus labios en mi mejilla, todavía fría de Octubre porque llegaba a casa del colegio, y el último beso. Y el guiño de su ojo izquierdo antes de entrar en el ascensor camino del hospital. Y luego el silencio largo, de pie con la mochila a la espalda. Y la certeza.
Dos acontecimientos de naturaleza singular han venido a turbar este apacible día otoñal.
Mi sobrino Carlos ha cumplido hoy dos años. Vino al mundo un sábado a la hora de comer. Cuando me asomé a la cuna de metacrilato donde dormía plácidamente mostrando los deditos arrugados por la larga estancia en la cálida piscina de la placenta sentí inmediatamente que algo salía de dentro de mi y entraba en comunicación con él y algo me dijo que así iba a ser toda la vida. Y mientras le acariciaba la cabecita se me puso un nudo en la garganta, porque la ternura late en la garganta cuando ya no cabe en el corazón, y con el pensamiento le dije: "tú y yo nos vamos a llevar muy bien, pequeñín".
Dieciséis meses y doce días. Es el tiempo que ha transcurrido hasta que a alguien se le ha ocurrido elegir una hora muy torera, las cinco de la tarde, para tener la valentía de esconderse en una identidad falsa y conseguir el honor de ser el primero en publicar en este blog un comentario descalificativo sin venir a cuento con el contenido del post. Así, sin más.
La única certeza que tengo de tí es que ahora duermes.
No, no me he ido. Estoy en la trastienda del blog, pensando. Es que Blogger ha enviado, aleatoriamente, invitaciones para migrar los blogs a una nueva versión que ofrece nuevas y atractivas posibilidades. Entre ellas destaca la de poder agrupar los posts en categorías, cosa que, tras medio millar de posts, no le vendría nada mal a este blog. Pero resulta que la cosa está en fase Beta, es decir, que sus efectos secundarios no están muy estudiados y si te da reacción pues a ver qué pasa. Y estoy recabando información aquí y allá porque parece que sí, que hay riesgos, y hay quien dice que muy bien pero también hay quien dice (y la verdad es que éstos son más) que si lo llegan a saber para rato cambian, y que ojito, que a pensarlo porque, por lo visto, en el viaje de traslado los posts pueden sufrir abolladuras y algunos hasta se pierden. Y no hay oficina de reclamaciones (por eso se preocupan en ponerte en mayúscula lo de Beta y muchas veces).
Hay planos y secuencias que valen una película entera. Y eso es lo que sucede en el interior de "Regreso a Moira", de Mateo Gil, tv-movie de la serie "Películas para no dormir" coordinada por Narciso Ibáñez Serrador, una rareza fílmica que, para sorpresa de los propios directores implicados en el proyecto, acaba de ver la luz exlusivamente en la modalidad de alquiler y luego ya veremos (Telecinco manda).
Pasan cosas muy raras.
Este post funciona mejor a media tarde.
En la última página de un suplemento dominical, un investigador de terapias genéticas contra el cáncer afirma que estamos programados para vivir 30 años y que, a partir de ahí, no estamos en garantía. Sin ningún conocimiento en genética, Don Pío Baroja aseguraba hace muchos tiempo que "los hombres de más de 20 años comienzan a pudrirse". Cierto es que ambos, el investigador biomédico y el viejo escritor, utilizan el reloj para medir dos tiempos distintos, el biológico aquél, el moral éste, aunque Baroja establece un vínculo entre ambos cuando rubrica su afirmación con estas palabras: "un artrítico está más podrido aún". Cosidas las palabras y desplegadas sobre la mesa, la frase queda así: "Los hombres de más de 20 años comienzan a pudrirse. Un artrítico está más podrido aún".