Horario
Hay que formalizarse. Ayer conseguí acostarme a las 2:45 y esta mañana he conseguido levantarme a las 9:15. Ya he terminado de acostumbrarme al sabor de la coca cola light y ahora me voy a poner a estudiar a Mozart al piano. Quién me iba a decir a mí que algún día escribiría frases semejantes. Para completar este proceso de regularización de hábitos he abierto el blog porque el otro día leí en el periódico que el mayor porcentaje de posts se publica por la mañana. Hay que hacer un esfuerzo por la reinserción social, por la readaptación a las buenas costumbres de la civilización. Sin embargo, hay mucha luz. Demasiada. Y mucho ruído. Todo. Yo estoy acostumbrado al susurro del teclado a la luz cómplice de la lamparita y ahora me siento un poco desconcertado, así que me temo que no sé si voy a ser capaz de exponer aquellos temas que la curiosidad del lector espera, a buen seguro, con impaciencia, como son "El uso de la gama de los azules en la ambientación londinense de Mary Poppins: revindicación de un hito estético no reconocido". Por ejemplo. Pero digo yo que el primer día no hay que aspirar a mucho, lleva un tiempo acostumbrarse al nuevo entorno.
Me conformaré con hacer como si nada y citar la agenda del día, que es algo que hace la gente normal: hoy toca la última charla del ciclo de Pasiones de Bach de este año, a 60 kilómetros del ordenador desde donde escribo este post matinal. Mi sexto sentido catastrofista -a.k.a mi sentido arácnido- está inquieto; sobre todo lo está el portátil, que ha pasado toda la noche dando vueltas en el maletín, nervioso, sin pegar ojo. Se me ha metido entre ceja y ceja un presentimiento que tiene que ver con la sala, no sé, pero así es. Y mi sentido arácnido, modestia aparte, suele equivocarse muy pocas a veces. Me queda la duda de si lo que me espera es protagonizar una escena sacada de una película de Berlanga o una pesadilla digna de "Angustia", de Bigas Luna. Dios, qué mal rollo se me ha puesto de repente. Debe ser el exceso de luz natural en esta habitación. Para colmo, acostumbrado a la penumbra confortable de la lamparita de mesa, de repente he descubierto la existencia de la pared de enfrente y su presencia me resulta turbadora. Yo a lo mío.
Uno de los grandes misterios de la existencia residía en la contemplación de aquellos juegos míticos: "Three weeks in Paradise", "Everyone´s a Wally", "Pijamarama", "Cauldron", "Sir Fred", "Las tres luces de Glaurung" y tantos otros que hicieron felices todas nuestras horas. Te preguntabas cómo era posible semejante alarde gráfico y esa suavidad en el movimiento de tus héroes, que alcanzaban la inmortalidad gracias al elixir de los "pokes". El Microhobby decidió descubrirnos, para nuestro asombro, la existencia de un código hermético, inaccesible, que recibía el nombre de lenguaje ensamblador, familiarmente conocido como "código máquina", y cuyo listado infinito de números hexadecimales era responsable de obrar el prodigio, multiplicando los gráficos y las pantallas. ¿Cómo era posible aquello? ¿Cuántos números se necesitaban para construir los pasadizos secretos de castillos embrujados, las selvas de lianas colgantes o un Saloon del Far West? Y lo que es más, ¿cómo sabían esos números lo que debían ser, cómo se explicaba que otros números, iguales pero dispuestos en otro orden, fueran los encargados de decirles a sus compañeros: tú seras piedra magenta, tú espada de caballero medieval?
Y entonces apareció la foto en color de Víctor Ruiz, ocupando dos columnas en la margen inferior derecha de la página del Microhobby. Víctor Ruiz fue el héroe de mi adolescencia. Era un chaval pocos años mayor que yo que posaba en una habitación pequeña de un barrio madrileño junto a un monitor y una lata de coca-cola que atestiguaba muchas horas de presencia concentrada ante la pantalla. Posaba con gafas, semblante serio y las manos en los bolsillos en actitud de no saber muy bien qué hacer en un trance así, el fotógrafo delante, quieto, flash, ya está, gracias. Víctor Ruiz había fundado en su cuarto junto a su hermano una empresa de juegos llamada Dinamic y era el cerebro de esa trilogía maravillosa de juegos de aventuras que protagonizaba el aventurero Johnny Jones, una versión de andar por casa de Indiana Jones: "Saimazoon", "Babaliba" y ese milagro que se llamó "Abu Simbel: Profanation", con alarde de turbocarga, por si faltaba algo para terminar la serie con broche de oro. Era increíble: veías a ese tipo con un aspecto de lo más normal y te decía que había aprendido a programar de manera autodidacta, probando esto y lo otro, y no sabías si enmarcar su foto o sentirte inútil. El día que corrió la voz de que pulsar las teclas V-I-C-T-O-R en mitad de la partida venía a ser el ábrete sésamo que te permitía acceder a la trastienda del juego muchos nos quedamos sin ver el capítulo de "El coche fantástico" por la impresión del descubrimiento.
Este es mi hermano Cuco en una fotografía que tomé en 1989. Me la he encontrado por casualidad traspapelada en una carpeta del ordenador, una de esas carpetas donde se almacenan todo tipo de cosas y que sólo frecuentas cuando no encuentras lo que buscas. En la foto, Cuco aparece con nuestro gato, que nunca tuvo nombre porque era un gato con problemas de personalidad: no acabó de creerse gato. El gato era de Cuco. Fue él quien lo trajo una tarde a casa, sin avisar, recién nacido, cuando cabía en la palma de una mano, y fue él quien se ocupó y preocupó desde el primer día poniendo todo el esmero del mundo. Cuco trajo el gato a casa con ciertas reservas por nuestra parte pero el gato acabó robándonos el corazón a todos, de manera que cuando se murió a los 13 años nos llevamos un disgusto mayúsculo. Cuco sobre todo.
Escuchar a Peter es mirar el mundo de otra manera y uno siente que el tiempo se detiene. Desconectas. Las horas se rinden ante historias que cuentan su visita a una casa de 13 metros cuadrados donde vive un tipo que viste casaca napoleónica con botones dorados y que se sienta ante una chimenea ocupada por un minúsculo televisor que emite ininterrumpidamente imágenes de un fuego de chimenea; o la del jefe de estación que lee impertérrito a Kafka y a los filósofos al pie del andén el último jueves de cada mes y que es el señor que sale en la foto de al lado a muchos grados bajo cero. A Peter lo cotidiano se le vuelve del revés y con él puedes acceder al otro lado del espejo. Puedes pasar toda una vida a diario ante las puertas metálicas de un garage subterráneo cuando vas a casa pero si te toca pasar con Peter a la salida del restaurante lo señala con el dedo y te dice que ahí abajo vive un marqués venido a menos al que le hace mucha ilusión recibir visitas y que un día tenemos que ir. Hace años que aprendí a no dudar de esas historias porque he vivido muchas: todas son verdad, como la de la playa doble, la montaña alta que a veces está y a veces no y la canción a la que le falta medio centímetro para terminar.
Vengo de hacer "La Pasión según Bach", que ha vuelto a mover en mí intensas emociones. Y vengo con la sensación de que lo mismo ha podido ocurrir con el público que ha llenado generosamente la Iglesia de los Capuchinos. Haber conseguido condensar en un guión y en un audiovisual una obra de la complejidad de la "Pasión según San Mateo" de Bach es, quizá, el trabajo del que me siento más satisfecho (quizá también porque su confección requirió en su día un gran esfuerzo). El resultado me ha merecido la pena porque el formato admite pequeñas variantes destinadas a orientarlo a todo tipo de públicos, según la demanda.


"7 vidas" es una sit-com que hace justicia a su nombre por méritos más que suficientes. Llegar al capítulo 200 en estos tiempos de turbulencias televisivas es un acontecimiento digno de celebración y esta noche lo han hecho realizando el capítulo en directo. Toma ya. La experiencia se ha saldado con nota y ha permitido al espectador participar, por una vez, de una experiencia inusual: la empatía con el elenco de actores, porque hoy eran actores más que personajes. Hoy no se veía a Sole repartiendo collejas sino a Amparo Baró haciendo de Sole y jugándose el tipo ante una platea de varios millones de personas. Lo mismo es aplicable para los demás, con la excepción de Javier Cámara y Paz Vega, cuyo breve segmento venía grabado al no poder estar presentes por compromisos laborales.

Los de la FNAC se siguen portando en lo que a cine en dvd respecta, hay que reconocerlo. A la vuelta de estantería me encontré el jueves frente al doble dvd "A personal journey with Martin Scorsese through american movies" que viene a ser una masterclass en tres capítulos de 75 minutos sobre la evolución de la historia del cine americano.
Siento por la pianista Martha Argerich veneración y temor a partes iguales y en proporciones mayúsculas. En ella encuentro la más pura encarnación del duende que he experimentado en mi vida. Brutal diría yo. Cuando Argerich se sienta a tocar el piano te da una bofetada. Argerich enduendada, Reina de la Noche, piel blanca de luna vestida siempre de negro, mente atormentada y relámpago en la mirada, trueno que descarga una energía rabiosa y torrencial pero capaz de transmutarse en apasionamiento contenido en la cumbre de un rubato que corta el aliento. Todo en ella superlativo.
Hace muchos años que dejé de creer en los premios literarios pero de vez en cuando se lo dan alguien y va y te alegras. No sé, te da por ahí, por alegrarte. Ayer se falló el Premio Alfaguara de Novela y la elegida fue "Abril rojo" de Santiago Roncagliolo (Lima, 1975). No sé si la novela será merecedora de un premio, en estas cosas nos tenemos que fiar del jurado que se supone que se ha leído todas las presentadas a concurso. Digo yo que para saber si una novela es merecedora de premio no sólo hay que leerla sino que habría que leer también las tropecientas que han quedado detrás. Y aun así. Pero la cosa es que ya que le han dado el premio yo me he alegrado porque Roncagliolo me cae simpático.
